Epitafio en homenaje a Fr. Lawrence Dewan, O.P. (1932 - † 2015)
Los hermosos paisajes canadienses zaheridos por las poéticas vías férreas que unen al atlántico con el pacífico del país septentrional e incursionan interminablemente en el inhóspito norte, fueron el escenario perfecto en que se cultivó el espíritu admirativo del pequeño Lawrence cuando embelesado acompañaba a su padre en el oficio de maquinista ferroviario. La pureza del aire, de la nieve y de los cuerpos de agua, la elevación de aquellos infinitos bosques de pinos que ordenadamente se disponen a señalar al cielo, las policromías angélicas de las auroras boreales, la amplitud del horizonte, la amable majestad de las Rocosas, la serenidad y la fuerza de los fríos océanos, y el recogimiento laborioso y prometedor de aquella población nórdica que entrado el siglo XX seguían conquistando la tierra, desbrochando el campo y edificando poblaciones; eran elementos que seguramente exaltaban el alma de aquél que confesó haber sido desde niño “un sediento teólogo”.
Cuando en confianza cedía a nuestra curiosidad y nos comentaba acerca de su infancia, pese a las pocas palabras que su modestia y poco español le prodigaban, no podíamos evitar imaginarle meditabundo por la ventana de la locomotora en las largas jornadas de travesía ártica.
Educado en buenas costumbres y con talento para las letras y las artes liberales, el joven Dewan acudió a la vieja ciudad Luz en busca de sabiduría. Allí dio con el existencialista Gabriel Marcel a cuyo círculo de discípulos asistiera, y donde prepararía su espíritu metafísico para consideraciones teológicas más exigentes. Fue entonces cuando aconteció una de aquellas poco conocidas pero no tan inusuales conversiones filosóficas: se hizo al tomismo, y con él, al catolicismo. Nacido en una pequeña comunidad cristiana, su conversión al catolicismo fue tal que abrazó el hábito, el mismo de santo Tomás y con el que falleciera medio siglo después: el de la Orden de los Predicadores de Santo Domingo de Guzmán.
De la mano de Jacques Maritain y Etienne Gilson se formó en una escuela tomista aguda y creativa. Al paso del tiempo se fue aproximando más y más a la propia obra del Aquinate, remontándose de Maritain y Gilson a Juan Capreolo, para dar inicio a un diálogo ininterrumpido y directo con el autor de la Suma. Vasto conocedor del Mare Magnum de las obras del Doctor Angélico, recorría con maestría los lugares comunes y los pasajes secretos de la Opera Omnia del santo teólogo. Creo no ser temerario si afirmo que quienes le escuchamos en la palestra percibimos en su conocimiento de Santo Tomás un “no sé qué” de sobrenatural en virtud del cual le juzgamos el mejor profesor tomista de este incipiente siglo. Era modesto y no manifestaba vanaglorias académicas, indiferente a títulos y honores avanzaba siempre con un espíritu manso pero incontestable hacia las dimensiones más profundas de las verdades metafísicas. Su experticia y erudición relucían cuando se hacían necesarias en la compleja arquitectura de alguna ardua disquisición filosófica, pero nunca se aventuraban presurosas a manifestarse sin necesidad, ni se imponían febrilmente sobre un sentido fresco, vivo y sencillo de la verdad. Tal era el talante de quien se dijo siempre “no ser más que un aprendiz de Santo Tomás”.
Fray Lawrence Dewan recorrió varios países con inagotable ánimo de trabajar a favor de la verdad. Hasta pocos meses antes de su fallecimiento, se mostraba siempre bien dispuesto a trabajar extremosamente para facilitar la comprensión de los más arduos pasajes tomistas. Su modo tranquilo y pausado contrastaba con lo extenuante y aguerrido de sus trabajos académicos, en los que ponía toda su dedicación. El tema que le ocupara centralmente fue el tema de “la forma” en la dupla forma/acto de ser de la metafísica tomista. Pero además de este minucioso y complicado debate, no faltaron las polémicas propias del contexto tomista anglosajón, en el que acalorados encuentros con el llamado “tomismo analítico” y aproximaciones interesantes a la “teoría del diseño inteligente”, se hicieron presentes. En sus últimos lustros el profesor Dewan pasó relativamente desapercibido para el grueso de la comunidad académica, y aún se mantiene desconocido en parte del ámbito tomista, pese a una pródiga obra en parte y tristemente sin editar. Sin embargo, fue en esta época cuando el afecto de sus discípulos se hizo más notorio. Así por ejemplo el Festschrift publicado en su honor en 2007, bajo la dirección de Peter Kwasniewski; o la apertura de proyectos de investigación dedicados al estudio de su obra, tales como adelantados por la Universidad Sergio Arboleda, en Colombia.
Nos lamentamos por la pérdida de tan gran maestro, pero festejamos la bienaventuranza de quien enseñara que “la humildad y la pureza son importantes en este mundo tan lleno de distracciones que impiden elevar la mente a las cuestiones metafísicas”. Deseamos que su legado sea rescatado de los manuscritos en los anaqueles y llevado a imprenta en distintas lenguas pronta y totalmente, a lo que hacemos voto de dedicación. Requiescat in pace, prof. Dewan, Doctor thomistarum.[1] Todas las citas incluidas en este texto son tomadas de memoria por el autor, a partir de las conferencias, cursos y la convivencia vivida con Fray Dewan del 27 de septiembre al 7 de Octubre de 2008, en la Universidad Sergio Arboleda de Bogotá, Colombia.